
Mañana jueves 9 de noviembre arranca la 41ª edición del Festival de Otoño de Madrid. Entrevistamos a su director durante las últimas cuatro ediciones, el dramaturgo y poeta Alberto Conejero (Vilches, Jaén, 1978). Comprometido, apasionado, tímido pero locuaz, Conejero desgrana en esta conversación su visión del arte, de la memoria, de lo público…hilando genealogías punteadas de referentes, desde Sanchis Sinisterra a Angelica Liddell y Juan Mayorga, de Simone Weil y Unamuno a Marina Garcés.
Cuando le entrevistamos, Conejero todavía no sabía que, a solo tres días de inaugurar el Festival de Otoño, la Comunidad de Madrid comunicaría que no seguirá como director artístico del festival el próximo año. Del anuncio y de lo inadecuado del momento para llevarlo a cabo, Conejero no ha querido pronunciarse hasta que finalice el Festival, procurando no robarles protagonismo a las creaciones programadas: «Para quién yo estoy trabajando como director del Festival de Otoño es para las compañías y para mis conciudadanos y conciudadanas».
Núria Ribas / @nuriaribasp
P: Arranca una nueva edición del Festival de Otoño que dirige desde hace cuatro años. ¿Está contento con la programación que ha podido armar en esta 41 edición?
R: Mucho, estoy muy contento. Porque siento que, en realidad, después de la pandemia, de la crisis económica, es el momento en el que yo empiezo a desplegar la potencia artística del proyecto. Estoy contento con el equilibrio que hay entre las grandes figuras, los mascarones de proa, que tienen que estar porque es la continuidad de una mirada del espectador sobre esas figuras, pero también hemos impulsado muchos proyectos colectivos, desde municipios de la Comunidad, no como escenario, sino desde el propio municipio. O el trabajo con teatro de objetos, todas la artes del movimiento, del cuerpo.
Sí que creo que el Festival de Otoño tiene que poder ensanchar su capacidad de producción de espectáculos, no ser solo un espacio de exhibición. Y que debe exigirle a la administración la capacidad de articular un equipo más estable y firme. Y creo que un festival debería ser un espacio de cuidados donde la dirección artística pudiera compartir responsabilidades.
P: Inaugura Angelica Liddell [Liebestod. El olor a sangre no se me quita de los ojos. Juan Belmonte], uno de sus referentes artísticos…
R: Admiro mucho a Angelica, es un referente para mí junto a Juan Mayorga. Y eso que, aparentemente, son universos distintos. Me interesa mucho el tiempo ritual de su obra. Yo mismo no soy un dramaturgo de la trama, del argumento o de los giros. Me interesa la potencia del lenguaje poético. Mi teatro creo que es un teatro de memoria y un teatro simbólico. Yo no soy un autor realista. Mi genealogía tiene que ver con un teatro asentado un poco en los márgenes de lo oficial. Si no hubiera existido un Sinisterra y luego la generación de Mayorga o Laila Ripoll yo no hubiera llegado a ese teatro de memoria. Yo soy un eslabón más de esta cadena: la posibilidad de un teatro poético. Recuerdo el asombro de la primera vez que vi a Liddell.
P: Estas genealogías, ese teatro que le interpela, ¿puede rastrearse en la programación del Festival de Otoño?
R: Pues mira, cuando llegué al Festival de Otoño hubo algunas voces que temieron que hubiera un giro más hacia el teatro de texto, porque yo provenía de ahí. He tenido siempre muy claro en la programación del Festival de Otoño lo común, plural, lo diverso. Para quién estoy trabajando como director del Festival de Otoño es para las compañías y para mis conciudadanos y conciudadanas. Esto es un servicio público. La dirección artística no es un premio que te dan por una trayectoria, es una responsabilidad. Y además en momentos políticos complicados, ocupar ciertos puestos te sitúa en un lugar de tensión.
«En momentos políticos complicados, ocupar ciertos puestos te sitúa en un lugar de tensión»
P: ¿Le han cuestionado desde la Comunidad de Madrid o desde ciertos sectores culturales supuestamente progresistas?
R: Me cuestionan desde ambos lugares. Pero es que creo que es necesario que la dirección artística sea incómoda al partido que la nombra, con independencia del signo. Porque si no el poder desestabilizador de la cultura no existiría. Una dirección artística lo que debe hacer es habilitar la tensión entre el poder establecido y las fuerzas de transformación. Permitir el debate, la incertidumbre. Y, en este sentido, entiendo que se me cuestione porque estoy cobrando un sueldo público y aquí está mi cara, mi cuerpo y mi corazón para asumir todas las críticas. Pero ahí está la programación, que es la que tiene que hablar.
P: ¿Y la programación? ¿Ha sido discutida institucionalmente?
R: Nunca. No he tenido ningún tipo de injerencia. He podido reclamar más recursos, tener encuentros tensos con la administración para defender mis ideas y lo que considero que debe ser la función de un festival público. He sentido también desaliento, porque, y esto es público, el Festival de Otoño tiene un presupuesto de un millón cien mil euros para todo. Todo. Programación, equipo técnico, todo.
P: Es un presupuesto muy exiguo… la cultura sigue sin ser una prioridad, cuando a menudo es lo único que nos salva, que nos permite trascender. Usted ha trabajado esa ‘trascendencia’ en muchas de sus obras como dramaturgo, esa necesidad de creer, esa «reprimida necesidad de lo sagrado que aflige al hombre moderno», que apunta en su Una primavera fugitiva. De hecho, es usted doctor en Ciencias de las Religiones…
R: Sí. Pero mira, no soy un hombre que tenga una creencia en ninguna religión concreta. Pero creo en muchas cosas que están al fondo de lo que vemos. Y sin embargo, creo que necesitamos, que nos hace bien, que es un humanismo que necesitamos. Es un ejercicio de humildad pensar que lo que seamos no es el centro de las cosas: que hubo un antes, un después, que de algún modo… La idea de la religión, de lo sagrado, de lo trascendente…tengo esa necesidad. Haciendo un arte que es muy fugitivo. Decía Sarah Kane que el teatro es el arte más existencialista, porque desaparece, desaparece. La idea de sabernos parte de algo más complejo desmantela el desaliento al que nos quieren arrojar. Creo en estas expresiones que vuelven a comprender eso que decía Unamuno, tan importante su lectura para mí: «Todo lo que de sagrado tiene la carne». No en otro lugar, no en el más allá, no en la esperanza, no, no, en la carne, aquí. Esto que somos es el impulso de algo inefable, que de repente se concreta en nuestros abuelos, bisabuelos…toda esa cadena. Creo que una de las cosas que tenemos que pelear contra el capitalismo es su voluntad de dejarnos sin raíces. Como una mirada política. Yo no soy solo una fuerza que produce, no soy un bien de consumo o que es consumido. Esto que decía Simone Weil, «toda vida importa, toda vida es sagrada».
«Creo que una de las cosas que tenemos que pelear contra el capitalismo es su voluntad de dejarnos sin raíces»
P: Conecta con el hecho teatral, con el rito.
R: Pues la verdad es que sí. Estaba claro que yo, un hombre de teatro, debía estudiar ciencias de las religiones por el rito, por el mito. Es verdad que el teatro y la religión nacen de ceremonias compartidas, de los rituales del adiós, de los enterramientos, del lamento, de la necesidad de la memoria, de la ordenación de los duelos, de la despedida… También comparten el arte de reunirnos para pensarnos, para pensar qué es esto de seguir juntos, para pensar el peso de nuestras acciones, nuestra responsabilidad ciudadana. Creo que un creador o una creadora es alguien que está inconforme. Alguien que está insatisfecho de las formas del cotidiano, alguien que busca generar algo más allá, antes o después de lo que aparentemente existe. Para mí ese movimiento es también el movimiento de un místico, la mirada de alguien asceta, peregrino… La gente que nos dedicamos al teatro comprendemos el peso del silencio, de la ausencia, es un arte de ausentes.
P: Habla de la necesidad de la memoria…
R: Sí, yo trabajo con la memoria.
P: Mucha de su dramaturgia se basa en la memoria. Una de sus últimas obras, creada juntamente con Xavier Bobés, ha supuesto un auténtico fenómeno desde el punto de vista tanto de público como de crítica: El mar. Visión de unos niños que no lo han visto nunca, la historia del maestro republicano Antonio Benaiges, fusilado por los fascistas durante los primeros meses de la Guerra Civil.
R: Desde el estreno sentimos que ahí se movía algo muy potente, que está por encima de nosotros.
P: Toca teclas muy potentes: memoria, injusticia, educación, los niños y niñas que nunca verán el mar, la posibilidad cercenada de tantas vidas…
R: Creo que uno de los aciertos del montaje es centrarlo en el aula. Y esto es algo que hemos contado muy poco: antes de empezar a ensayar, la primera idea era mostrar cómo se prepara una fosa común, qué sistemas de pensamiento llevan a una fosa común, porque eso no es algo que pueda ser espontáneo. Pero nos pasó algo al entrar en la sala de ensayos, cuando el proyecto se asentó más en el corazón, que fue la reivindicación del aula. Y creo que eso es buena parte de la potencia de la función.
P: Y eso que empiezas a ver la obra sabiendo cómo va a acabar…
R: Si, es un personaje real, todo el mundo reconoce esas fechas y lo que está a punto de suceder. Es decir, no hay posibilidad de otro final. Y sin embargo, mostrar lo que ese final nos arrebató, darle espacio a la alegría del aula, a la esperanza, a la inocencia, a esa mirada de los niños…Fue como si la escuela de Benaiges nos pidiera su presencia. Mostrar que esto fue arrebatado. Eso que dice Marina Garcés de que «somos hijos e hijas de una posibilidad borrada». Pero vamos a hablar de la posibilidad, mostremos la posibilidad, mostremos lo que hubiese podido ser, el entusiasmo de ese maestro, esa alegría que fue arrebatada de golpe. Todo eso apareció en los ensayos.
P: Tiene una conexión muy fuerte con la obra de la filósofa Marina Garcés…
R: Sí. Imprevista totalmente. Yo la admiraba mucho, la leía mucho. Hay algunos filósofos y filósofas que hablan desde un lugar que yo reconozco, que me interpelan. Y durante el proceso de escritura de El mar se publicó Escuela de aprendices, de Garcés. Fue fortuito. Pero fue leerlo y pensar: hay una hermandad secreta y misteriosa entre Marina Garcés y Antonio Benaiges, entre la idea de escuela que despliega Garcés en su obra y la acción pedagógica de Benaiges. Y así, hay varios textos de Garcés que sostienen El mar. Me parecía muy importante que el público, tanto en la entrada como en la salida de la función, a través de Marina, que es una entrelazadora de tiempos, igual que lo era Benaiges, comprendiera que esta historia no es una historia clausurada en el pasado, que es una historia del presente y del futuro.
«un creador o una creadora es alguien que está inconforme. Alguien que está insatisfecho de las formas del cotidiano, alguien que busca generar algo más allá, antes o después de lo que aparentemente existe»
P: Además de la memoria, en El mar reivindican la imaginación. O quizás sería mejor decir que para usted y Bobés la memoria y la imaginación se retroalimentan…
R: Garcés tiene una reflexión sobre la imaginación que a mí me parece central en la obra de El mar: la imaginación como herramienta que nos permite conectar el pasado con el presente. El mar es un canto a la imaginación como herramienta transformadora y desestabilizante, porque también lo es, por eso el poder teme mucho a la imaginación, porque nos hace desear, nos hace entrever lo que todavía no existe, nos hace recordar. Pessoa decía que «el recuerdo inventa». Una sociedad sin imaginación no hay esperanza. Por eso la ficción, por eso la poesía, por eso la escuela son perseguidas, controladas o vigiladas por los totalitarismos, porque la escuela es imaginación.
P: Hay esperanza, dice, pero en la obra también hay mucho de duelo…
R: Hay duelo, es cierto. Benaiges fue el primero de una larga nómina de maestros y maestras asesinados durante los primeros meses de la contienda, especialmente en las zonas interiores como Castilla y León, de las que no había posibilidad de huir a través de zona republicana a otros países. Eso fue un auténtico genocidio del que se ha hablado muy poco. Y se ha hablado muy poco porque hay algo incontestable: fue un régimen que nació del asesinato de poetas y maestros. Y cómo se ha construido el olvido de esa posibilidad borrada. Fueron cuarenta años construyendo el olvido, cuarenta años de desmantelamiento de esa luz, de esa esperanza. Y te das cuenta del terror que se tuvo que emplear para enterrar esa luz.
«Si no hay esperanza, nuestra obligación es imaginarla»
P: Muerte a la cultura y a la educación. ¿Vivimos momentos extraños en este sentido?
R: Asistimos a un cierto auge de la necropolítica, de ideologías que se nutren de la eliminación simbólica o real del otro, el odio como un asidero ante el desamparo de nuestro tiempo. Y yo protesto, protesto en este momento crítico del mundo, e intento algo desesperado y kamikaze como es la bondad. Del intento hablo. Y, por último, intento no caer en el desaliento, en esa idea de que todo está perdido, que esto se va al garete, que no hay remedio ni esperanza. Si no hay esperanza, nuestra obligación es imaginarla.
*Para saber más: Educación y teatro. La posibilidad de ser