
Segunda parte de la luminosa y reveladora entrevista/conversación que el poeta y novelista vasco Bernardo Atxaga ha mantenido en exclusiva con La Línea Amarilla para nuestro espacio poético, capitaneado por Juan Marqués, La Plaza Invisible.
Si la primera parte que publicamos ayer se centraba en la visión de la literatura que guía a Atxaga y del propio oficio de escribir, hoy conversamos con el poeta sobre la visión del mundo, la ideología como marco o como cárcel, el ámbito rural como espacio casi mítico y la dificultad que entraña en su momento vivir en una tensión nacionalista permanente.
Juan Marqués / @jmarquesmartin
P: Sigamos esta conversación si te parece bien hablando de la elección del idioma literario. Al margen de las implicaciones que pudiera haber por entonces en ello, fuiste valiente porque escribir y publicar en euskera, en principio, implicaba limitarse a una comunidad de lectores bastante reducida. Las cosas salieron bien, gracias al éxito y las primeras traducciones, y llevas varias décadas siendo el escritor en euskera más reclamado, el principal representante de esa cultura, una especie de ‘portavoz’, aunque no sé si te incomoda un poco ese papel.
R: Hasta los dieciocho o veinte años nunca pensé en escribir en euskera. Lo hablaba en casa, y lo había hablado en mi pueblo natal, prácticamente monolingüe, hasta los trece años; lo seguí hablando, aunque en menor medida, después de que mi familia se trasladara a Andoain, una población industrial que dista unos quince kilómetros de San Sebastián. Vivían allí intelectuales y políticos que hoy figuran en la historia vasca. Manuel Lekuona, entre ellos, un sacerdote de gran formación clásica, autor de muchos trabajos relacionados con la tradición oral y con el arte. También Rikardo Arregi, el ideólogo que, entre otras cosas, puso en marcha la primera campaña de alfabetización en lengua vasca. Y lo mismo su hermano, Joseba Arregi, que luego fue consejero de cultura del Gobierno vasco. Asistía a las conferencias que, con mucha discreción, organizaban ellos, sobre todo Rikardo Arregi, en los locales del club deportivo-cultural. Participaba incluso en las modestas representaciones teatrales que se intentaban organizar. No era fácil. Recuerdo que, estando en sexto de bachillerato, me llamaron para que tomara parte en una obra precisamente de Manuel Lekuona, Ehun dukat (Cien ducados). Estaba basada en un cuento tradicional y era extremadamente inocente. Pues bien, la víspera del estreno se presentó la policía con una orden de suspensión.
Pero, con todo, repito lo del comienzo: la idea de escribir en euskera estaba muy lejos de mis intenciones. Lo había hecho una vez, por encargo del cura que solía venir al colegio a darnos clase de religión, de apellido Bereziartua. Había leído algunas cosas mías en la revista del colegio, y me pidió que escribiera algo en euskera y lo presentara a no sé qué concurso. Y así lo hice. Pero, a la siguiente ocasión, volví al castellano. Me presenté al Premio José María de Cossío de El Norte de Castilla, y logré publicar un texto que, vergüenza me da confesarlo, se titulaba Los que anhelamos escribir. Tenía entonces entre diecisiete y dieciocho años.
«todo lo que me parecía importante o maravilloso me llegaba en castellano y, algo, en francés o en inglés»
Tengo que subrayar algo antes de seguir. Lo que acabo de contar, la vida cultural en euskera de Andoain, no satisfacía mi deseo de ser moderno, algo que para un adolescente de esa época era fundamental. Tampoco me daba la oportunidad de ser culto, algo que también deseaba fervientemente, quizás por influencia de mis profesores del Colegio La Salle, como Adolfo Perinat, fraile, profesor de Física que en una de sus clases nos puso Ticket to ride de los Beatles para, de paso, explicarnos algo relativo al ritmo. En la Biblioteca Municipal de Andoain no había un solo título en euskera. En el cine-fórum que se celebraba en el cine Maiza, de mucho nivel —allí vi por ejemplo La soledad del corredor de fondo, de Richardson, que me causó una gran impresión; también El séptimo sello, de Bergman, Ocho y medio de Fellini…—, era inimaginable que pudiera exhibirse una película en euskera. En la radio, concretamente en la emisora La Voz de Guipúzcoa, Ramon Trecet llevaba un programa titulado Diálogos con la música, idéntico en su forma al que tuvo luego en Radio 3. Allí sonaba toda la música del momento. No sólo los Beatles, Birds, The Mamas and the Papas y demás conjuntos blancos, también los grupos de soul o los de la Tamla Motown. En uno de aquellos programas escuché por primera vez una canción que todavía sigue siendo una de mis favoritas, Sitting on the dock of the bay, de Otis Redding. La cito en un poema que canta Ruper Ordorika. Eguneroko bizitzak ikatzak bezalako… «Cuando la vida cotidiana empezó a expulsar cucarachas como el carbón sin cesar, Otis Redding se sentó en el muelle de la bahía para cantar a los aeroplanos caídos»… Por esa época leí también, en la Biblioteca de la Diputación de San Sebastián, Archipiélago de Hölderlin, que no entendí muy bien, y los poemas de Dylan Thomas, que entendí mejor… y no he hablado de los diecisiete grupos clandestinos que, según nos decían, se movían por alrededor. La mayoría de las publicaciones, las del GARI, por ejemplo (Grupos de Acción Revolucionaria Internacionalista) o las de la ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores) estaban sólo en castellano. La única excepción eran los panfletos de ETA, que solían ser bilingües.
Resumiendo, que falta me hace: todo lo que me parecía importante o maravilloso me llegaba en castellano y, algo, en francés o en inglés. Eso a mí, que tenía, gracias a la familia, cierta conciencia de lo que significaba ser euskaldun. Para la mayoría de mis compañeros de clase del Colegio La Salle, en cambio, la lengua vasca era la que hablaban las campesinas cuando iban a vender alubias o quesos al mercado de La Brecha de San Sebastián. Eso en el mejor de los casos. Un dato más: en aquella clase de La Salle estábamos, según he sabido después, cuando me he encontrado con ellos, diez o quince chicos que hablábamos euskera. Sin embargo, nunca nos dirigimos la palabra utilizándolo. En lo que a la lengua respecta, el colegio era un vacío. Como si una aspiradora hubiera pasado por allí y hubiera succionado todos los referentes de la lengua, salvedad hecha del cura que he citado antes, Bereziartua. Añado ahora que el mismo Colegio La Salle donde yo estuve es ahora, desde hace años, un centro donde se aplican los modelos D y B. Una gran parte de las materias se imparten en euskera.
Y de pronto, la inversión, le bouleversement. Todo cambio para mí el día del funeral de Rikardo Arregi. Murió en accidente el 10 de julio de 1969, con veintisiete años, cuando, en compañía del escritor Ramon Saizarbitoria, iba a Bilbao a visitar al poeta Gabriel Aresti. En realidad, según supe después, iban los dos en un Seat 850 de segunda mano que querían entregar a Aresti en pago de unos derechos de autor. Porque acababa de crearse una editorial que publicaba en euskera, Lur.
El funeral fue impresionante. No sólo por la cantidad de gente que acudió, sino por la forma en que se desarrolló. Los dantzaris, que entraron a la iglesia haciendo sonar las castañuelas, al modo –eso también lo supe después– del baile del día de Corpus en Oinati; los cantantes que, subidos al altar, cantaron cosas que les hubiesen podido llevar a comisaría; un intérprete de Iparralde, el país vasco-francés, que cantó a capella una canción tradicional, Txori errusiñola (El ruiseñor), que es preciosa: «Txoria zaude isilik, ez egin nigarrik, zer profeituren duzu hola aflijiturik»… «Calla, pájaro, no llores, ¿qué ganas afligiéndote?»… Y al final, Gabriel Aresti. Yo no sabía quién era. Se subió también él al altar y se puso a recitar el lamento por la muerte de Rikardo Arregi: «Aurtengo uztaren hamarrean Bilbaoko zerua mitxeletaz estaldurik agertu zen»…«El diez de julio de este año el cielo de Bilbao apareció cubierto de mariposas. Mil quinientas mariposas negras se posaron contra mi ventana»… Recuerdo aquel momento como si aún lo estuviera viviendo.
He leído crónicas de espeleólogos que hablan del momento en que, al traspasar una grieta de la pared y levantar las linternas, se encontraron con una gran bóveda llena de estalactitas de todos los colores. Eso fue para mí el funeral de Rikardo Arregi.
«Todo cambio para mí el día del funeral de Rikardo Arregi»
Traspasé la grieta y comprendí que la cultura vasca era algo grande y profundo. Luego, cuando fui a Bilbao, a estudiar Económicas a la Facultad de Sarriko, aquella impresión se confirmó. Conocí además a Gabriel Aresti, que me escribió una carta elogiando una obrilla de teatro que acababa de publicar en una antología titulada Euskal Literatura 72, y proponiéndome la publicación de los textos que pudiera tener en las carpetas, «y si los vascos no quieren llevarla a cabo, pues cualquier cosa es posible en Granada, yo mismo me haré cargo de la publicación». Poco después, Luis Mitxelena, el lingüista que dirigía el movimiento en favor del euskera batua, el vasco literario unificado, me paró en la calle y me habló con simpatía. Había leído Camilo Lizardi (un cuento que luego incluí en Obabakoak) y Dos letters, y le habían gustado mucho.
Se entenderá ahora, tras la larga explicación, que la elección del idioma no fue para mí algo heroico. Al contrario, me sentí inmediatamente reconocido, parte además de un movimiento extraordinariamente dinámico. Dejando aparte el teatro independiente, la literatura escrita en castellano me pareció de pronto desfasada. ¡Ah!… se me olvidaba el caso de Etiopia, el libro de poemas que publiqué en 1978. Ruper Ordorika hizo un disco con poemas del libro, Hautsi da anphora (Se ha roto el ánfora)… hasta hoy. El disco y los poemas siguen vivos. Pronto saldrá un documento: la grabación-resumen de los conciertos que dimos a principios de este año con motivo del cuarenta aniversario de la edición del disco. Aniversario ya cuarenta y dos, en realidad, por la pandemia.
Acabo con algo que a muchos lectores les parecerá paradójico, pero que no lo es. De acuerdo: escribir en una lengua minoritaria no tiene en principio una gran potencialidad comercial, aunque hace años que las ediciones son bastante fuertes, de hasta diez mil ejemplares; sí tiene, en cambio, una gran potencialidad política. Lo dice Kafka en una nota de sus diarios hablando de los autores de teatro en yiddish. En cierto modo los envidia, porque sus obras logran enseguida tener una caja de resonancia, un valor político. Es mi caso, si uno se pone a pensar. Pude dedicarme profesionalmente a escribir gracias a que, tras la dictadura, los cuentos infantiles escritos en euskera se volvieron muy necesarios. Los reclamaban las escuelas que, por cientos, se estaban decantando por la enseñanza del euskera y en euskera.
Evidentemente, la política no siempre es buena amiga. Para Gabriel Aresti y los escritores de su tiempo fue terrible. No digamos para los escritores de yiddish después de que los nazis tomaran el poder. En el discurso de recepción del Premio Nobel Isaac Bashevis Singer afirmó que escribía en yiddish porque creía en la resurrección de los muertos, y que estaba seguro de que al resucitar todos preguntarían, «¿qué hay de nuevo en yiddish?».
«pocos cargos en Euskadi. Ninguno. Mejor así. No los quiero, no va ni con mi carácter ni con mi forma de pensar. tampoco quiero saber nada del nacionalismo de la Nación Central, ese lugar que antes se llamaba Madrid»
En cuanto a la última cuestión, sobre lo de ser representante o portavoz, me resulta facilísima de responder. Como saben muchos, soy una persona ideológicamente aislada. Como Gabriel Aresti en su tiempo. Recibo por ello el mismo trato que recibió él. Tengo todavía espacio gracias a los esfuerzos y los días que he dedicado a escribir en euskera, pero no sé hasta cuándo me servirá. Antes pensaba que, al tener tantos libros publicados por el mundo –cerca de trescientos títulos, si se me perdona la exhibición del dato– no me podrían negar lo que he aportado a la difusión de eso que las autoridades llaman ahora marca Basque. Pero ya no estoy tan seguro. No sé si recuerdas aquello de Cristóbal Colón. Primero dijeron que no era verdad que hubiese descubierto América. Luego que era verdad, pero que no había sido nada importante. Más tarde, que era un descubrimiento importante, pero que su autor no había sido Cristóbal Colón.
De modo que pocos cargos en Euskadi. Ninguno. Mejor así. No los quiero, no va ni con mi carácter ni con mi forma de pensar. Por otro lado, tampoco quiero saber nada del nacionalismo de la Nación Central, ese lugar que antes se llamaba Madrid.
P: Hay un tema que no sé muy bien cómo abordar, pero que es estrictamente inevitable, y ya te podrás imaginar que me estoy refiriendo «al tema»… Si yo fuera vasco me irritaría muchísimo que se me preguntara por el asunto de la violencia, pero, puestos a pensar en tu obra, esta conversación estaría incompleta sin él. Tú has tratado el asunto directamente en novelas como El hombre solo, Esos cielos o en el final de El hijo del acordeonista…, pero indirectamente, me parece, en muchos otros. Yo tiendo a pensar que, dado tu universo, hubieras preferido vivir un poco al margen de esa realidad, de la actualidad, de la Historia, pero que al final no tuviste más remedio que entrar a ese incómodo trapo. ¿Fue así?
R: Están bien todas las preguntas, y las incómodas, aún mejor. Prueba de que el asunto va en serio. Lo malo es que requieren un sinfín de precisiones. Así ocurre con la que acabas de hacerme.
La primera precisión es que para mí no fue un tema, sino una vivencia, una experiencia que tuvo su inicio en 1964, cuando mi familia se trasladó de Asteasu a Andoain, lugar en el que, como he contado antes, actuaban diecisiete grupos clandestinos, entre ellos dos troskistas de diferente orientación. Acabo de escribir un epílogo para una nueva edición, revisada y algo recortada, de El hijo del acordeonista –se cumplen ahora veinte años de su publicación en castellano– y puedo mostrar aquí, tomándola precisamente del epílogo, la lista de algunas de las personas que conocí de cerca en aquel Andoain de los años sesenta:
Ignacio María Iturbide, apodado “Piti”, un chico de mi edad con quien solía coincidir en el baile de la plaza, miembro luego del Batallón Vasco-Español, autor de siete asesinatos; “Portaburu”, mi compañero en los campeonatos de pelota de Guipúzcoa, que figuraba en la lista de objetivos que encontraron a Piti y pudo haber sido su octava víctima; Eduardo Moreno Bergareche, “Pertur”, en aquella época ideólogo principal de ETA, que un día apareció por casa y que yo, por cómo iba camuflado, confundí en un primer momento con un testigo de Jehová; José Luis López de Lacalle, un hombre cordial con el que solía hablar en el tren o en el autobús de Andoain a San Sebastián, miembro entonces del Partido Comunista, asesinado por ETA en 2012; Julio B., que asistió a las charlas que, con el Léxico de Economía de la CEPAL en mano, impartí en la Escuela Social del pueblo el verano de 1972. Fue torturado por la Guardia Civil con todos los vecinos de alrededor del cuartel arrimados a las ventanas y oyendo sus gritos; Ramón U., que nos pasaba propaganda del GARI (Grupos de Acción Revolucionaria Internacionalista); Joseba Arregi, futuro Consejero de Cultura del Gobierno Vasco, que un día me vio en una cafetería leyendo la novela Arando en el mar, de Robert Wilder, y se congratuló de ello: «No hay mejor metáfora de la esterilidad de la acción revolucionaria»; César Lazcano, que por un mal azar fue detenido en una redada y acusado de repartir propaganda de ETA. Tuvo juicio, y lo peor fue, no la multa gubernativa, sino la retirada del pasaporte, circunstancia que le impidió viajar a París a especializarse en Óptica; “Ixila” (“El Callado”), un hombre muy pulcro y educado que, según supe después, pertenecía al Frente Obrero de ETA. Un día, yendo por San Sebastián, precisamente con César Lazcano, se nos acercó y nos informó de la decisión que había tomado la organización tras la muerte a tiros de Eustakio Mendizabal: «Mantendremos la calma. No vamos a empezar a poner bombas a lo loco».
«Más de una vez encontré a mi madre casi desvanecida en el pasillo. Se golpeaba la cabeza contra la pared»
Creo que bastará la lista para para dar una idea de lo que puede haber debajo de la sábana –del tema– que los envuelve. Porque, además, no conocía únicamente a las personas, sino muchos detalles de sus vidas, las interioridades. Lo que era sufrir en silencio, por ejemplo, lo que sufrieron mis padres cuando la detención de mis hermanos, que también eso ocurrió. Más de una vez encontré a mi madre casi desvanecida en el pasillo. Se golpeaba la cabeza contra la pared.
Otra interioridad: fui a la cárcel de Herrera de la Mancha a visitar a Joseba Sarrionandia, e hice el viaje, viaje nocturno en autobús, con familiares de otros presos. Algunos eran de un entorno euskaldun; otros, de procedencia andaluza o extremeña, inmigrantes que vivían en poblaciones industriales como Andoain. Yo pensaba en estos últimos. Nacidos por ejemplo en el Valle de la Serena, de Badajoz, y con un hijo o una hija en ETA, organización armada para la liberación de Euskadi. De aquel viaje recuerdo también el ambiente que se creaba en el restaurante de carretera en el que se paraba el autobús a eso de las seis de la mañana, el laconismo de los camareros, el silencio de los familiares mientras desayunaban.
La segunda precisión, ahora. No se trata de un único tema. ETA comenzó a actuar a mediados de los sesenta. Terminó en 2011. Casi cincuenta años. De modo que, si es verdad que tenemos dos patrias, vinculada una de ellas al lugar donde hemos nacido y vivido, vinculada la otra al tiempo, a la época, es más que razonable afirmar que en mis tres libros políticos el tema fue «la vida en la sociedad vasca de 1965 a 1985». Lo que vino después fue diferente. Supongo que quienes escriben sobre el asunto tomándolo en bloque podrían escribir asimismo sobre «las guerras mundiales». Bueno, la Primera no se pareció mucho a la Segunda, ¿verdad? Y la literatura, la buena literatura que busca la verdad –verdad que es belleza–, recoge las particularidades de cada una de ellas. Adiós a todo eso, de Robert Graves, y Si esto es un hombre, de Primo Levi, son dos libros muy diferentes. Extraordinarios los dos, pero muy diferentes.
Roland Barthes analizaba una portada de Paris Match y hablaba de que era como el parabrisas de un coche. Había que ver más allá de la imagen concreta –un soldado francés de piel negra saludando a la bandera tricolor–, igual que hay que más allá del parabrisas. El tema de los libros podría asimilarse a esa metáfora, aunque la de la sábana abarca más cuestiones. Una de ellas, la legitimidad del escritor para hablar de la vida de otros. De las víctimas, por ejemplo. Hace poco oí decir a Uxue Apaolaza, una interesantísima escritora en euskera, que ella hablaba desde sí misma, que no le gustaba hablar desde las víctimas.
Hay además algo que me llama la atención. El caso de uno de mis hermanos, Iñaki Irazu, por ejemplo. Tras una de las detenciones lo tuvieron en comisaría durante una semana, ilegalmente, porque incluso en la época de la dictadura era ilegal tener a un detenido en comisaría más de setenta y dos horas. Una vez dentro, mi hermano negó su pertenencia a ETA y se declaró en huelga de hambre. Es de imaginar lo tremendo de la experiencia. Pues bien: él escribió un libro con textos breves, Errukiaren saria (El premio de la piedad) y cita esa experiencia, y otras, muy tangencialmente, no hace de ello un tema. Me viene asimismo a la cabeza El libro de Gila. Antología tragicómica de obra y vida, editado por Jorge de Cascante. Vas leyendo y te enteras de pronto de que fue fusilado por soldados moros de ejército franquista, y que de los dieciséis que recibieron las descargas sólo se salvaron él y otro que resultó herido. Lo cuenta sin apenas adjetivos, en poco más de una página. Compárese con otras narraciones.
«Mis libros políticos no tuvieron una base ideológica concreta. No los escribí para demostrar tal o cual cosa»
Acabo con una afirmación que puede parecer paradójica. Mis libros políticos no tuvieron una base ideológica concreta. No los escribí para demostrar tal o cual cosa. Así lo afirmaron bastantes, pero eran ellos los que tenían una base ideológica concreta y retorcida. Habría que decirles lo que a Edipo: «El abismo que buscas está en ti». De mis libros, y sigo con la paradoja, el más ideológico es Obabakoak. Lo escribí para matar el estereotipo con que el clasismo afeaba el mundo en que yo había nacido. Estereotipo universal en la medida en que el clasismo también lo es. Clown es el nombre que se le daba en Inglaterra al habitante del campo, sobre todo, creo, al de la montaña escocesa. Palurdo viene de pala, nombre que se le daba a la azada.
P: Ya que aludes a Obabakoak, vayamos a ese espacio: ¿qué es Obaba?
R: Tuve, afortunadamente, una revelación. Estaba en Nápoles con mi madre, en el Museo Arqueológico, y vi un mosaico en el que se representaba a las hijas de Ifigenia. Estaban jugando a las tabas. Pensé: «Igual que las niñas de Asteasu». Es decir, que en lo referente a aquel juego infantil el hilo no se había roto. Llevaba dos mil años sin romperse. Tiré de aquel hilo y llegué a la conclusión de que el lugar donde yo había nacido, igual que todos los lugares rurales, era antiguo. Tan antiguo como el que pisó Virgilio. La consecuencia literaria me resultó evidente: Obaba debía ser un lugar sin Freud y sin Marx. Un lugar en el que la interioridad de las personas debía manifestarse a través de historias de animales o de fantasmas. En Obabakoak hay una parte, la más extensa, que habla del proceso de escribir, de teoría literaria. Pero se ha impuesto la idea de Obaba. Me alegro. Creo que mi crimen ha tenido éxito. Hay mucha gente que vive en la estereotiposfera, y seguirá habiendo gente que siga pensando de lo rural como pensaban los señoritos de las capitales de provincia, pero, en fin, no todas las mentes tienen arreglo.
Bernardo Atxaga (primera parte): «Siempre me ha gustado la literatura luminosa»