
Jean Murdock / @jeanmurdock_
Dice Bryson en At Home, una historia de la vida privada —un libro, en el mejor de los sentidos: de estar por casa, que es lo que hacemos ahora—, que los muebles se llaman así en francés (meubles) e italiano (mobili) —a los que añado el español ya dicho, el portugués (móveis) y el catalán (mobles), por poner algunos— porque estaban pensados para moverse, para trasladarse con facilidad de un sitio a otro, pues en otros tiempos no era cosa común establecerse por mucho tiempo en un lugar, o bien era costumbre llevarlos de un lado a otro de la casa según avanzaba el día para acomodar cenas, comidas, reuniones, apetencias o fiestas de guardar.
Fue entonces cuando pensé en otras lenguas y otras etimologías. Por ejemplo, en Guy de Maupassant los muebles se llaman ¿Quién sabe?, dado que se largan por la puerta:
Seguí esperando, ¡oh, poco tiempo! Percibía, ahora, un extraordinario pisoteo en los peldaños de mi escalera, en el entarimado, en las alfombras, un pisoteo no de calzado, de zapatos humanos, sino de muletas, de muletas de madera y de muletas de hierro que vibraban como címbalos. Y, he aquí que vi de repente, en el umbral de mi puerta, un sillón, mi gran sillón de lectura, que salía contoneándose. Se marchó por el jardín. Lo siguieron otros, los de mi salón, y después los sofás, arrastrándose como cocodrilos sobre sus cortas patas, después todas las sillas, con brincos de cabras, y los pequeños taburetes que trotaban como conejos.[1]
En Dickens, la acepción de mueble móvil recae sin duda en la señora Pardiggle, que vuelca con sus faldas cuantos muebles encuentra a su paso, como constata este pasaje:
Pero seguro, señoritas —dijo la señora Pardiggle, volviendo a su silla y tirando al suelo, como si fuera mediante una agencia invisible, una mesita redonda que estaba a considerable distancia, con mi costurero encima—, que ya han advertido ustedes lo que soy yo.[2]
Y este otro:
—No, amigo mío —dijo la señora Pardiggle, sentándose en un taburete y echando otro a rodar—. Ya estamos todos.[3]
En Wilkie Collins mueble se llama Una cama terriblemente extraña:
Soy, por constitución, cualquier cosa menos cobarde. Me he encontrado en más de una ocasión en peligro de muerte, y nunca he perdido mi autocontrol ni por un instante. Pero cuando la convicción de que el dosel de la cama realmente se estaba moviendo se apoderó de mi mente; cuando me percaté a ciencia cierta de que estaba descendiendo continua y regularmente hacia mí, no pude hacer otra cosa que contemplar temblando, indefenso, dominado por el pánico, cómo aquella horrenda maquinaria asesina se acercaba más y más para ahogarme allí donde yacía.[4]
En cuanto al sentido de móvil, en Rigoletto, la ópera de Verdi, el mujeriego y veleta duque de Mantua canta la famosa La donna è mobile. Cuántas veces se ha recurrido a esa aria para recalcar la naturaleza voluble de la mujer cuando, irónicamente, es el donjuán que la canta el personaje frívolo, antojadizo e inconstante, con una cara más dura que un armario. En cambio Gilda, la hija de Rigoletto y último objeto del amor del duque, es honesta, íntegra, pura. Pero lo que ha quedado fijo en la imaginería popular es esa interpretación machista del aria extirpada, paradójicamente inamovible como un mueble anquilosado.
No deja de ser curioso —y también irónico— que hoy ese muta d’accento e di pensiero se tenga por un signo de inteligencia: cambiar de opinión, es decir, moverse, alejarse de las propias convicciones, que vendría a ser como tener la cabeza bien amueblada —lo cual no sirve en absoluto como defensa al duque, pues él no cambia de opinión, solo de cama; su movimiento es fruto del capricho, no del intelecto—.
Otro dato durante largo tiempo inamovible es el de que Gutenberg inventó los tipos móviles hacia 1440, si bien al parecer ya los había ingeniado el chino Bi Sheng cuatro siglos antes. Pero cuántas veces no habrá inventado —o imaginado— tanta gente lo mismo en cuántas partes.
Luego están los móviles de Alexander Calder, a quien se considera el padre de la escultura en movimiento, también llamada cinética. Aunque estoy segura de que ya hubo antes escultores cuyas obras movieron al asombro —o al espanto—.
Hoy el objeto portátil más llevadero —literalmente— es el teléfono, que antes, cuando era fijo, se parecía bastante más a un mueble que rara vez se movía de su sitio, sobre todo si colgaba de la pared. En opinión de algunos, el móvil ha facilitado la comunicación, llevándola a todas partes. Según otros, nos ha privado de la libertad de estar ilocalizables, y también de cierta espontaneidad y misterio. Lo que es cierto es que desde luego ha dificultado sobremanera la resolución de crímenes, puesto que hoy todo el mundo tiene un móvil.
¿Nos diría hoy Wilde que si las caracolas hubieran bastado no habríamos inventado el móvil?
Hasta el más mísero obrero de Morris sabría hacerte un asiento más cómodo que el que es capaz de hacer la Naturaleza en pleno. La Naturaleza palidece ante el mobiliario de «la calle que de Oxford tomó el nombre». […] Si la Naturaleza hubiera sido cómoda, la humanidad no habría inventado la arquitectura, dice Vivian en La decadencia de la mentira.[5]
Volviendo a Bryson, también cuenta que la reina Ana Estuardo era tan gorda que hacia el final de su vida tenía una movilidad bastante reducida y no podía subir ni bajar escaleras, por lo que abrieron un agujero en el suelo de su dormitorio e instalaron un sistema de poleas ayudado de una grúa con el que la bajaban y subían a los salones de la planta inferior. Al parecer cuando murió la enterraron en un ataúd prácticamente cuadrado.
El ataúd es el último mueble; con él ya no vamos a ninguna parte. Salvo si eres Drácula en el Demeter.
Para Lewis Carroll el mueble es naturalmente un enigma que sigue sin resolver: ¿En qué se parece un cuervo a un escritorio? (Se admiten propuestas.)
Y, como no podía ser de otra manera, para Edward Lear es un poema humorístico donde una mesa y una silla salen a tomar el aire —como los muebles de Maupassant—, se extravían y piden ayuda a un patito, un escarabajo y un ratón, que los llevan de vuelta a casa, donde cenan todos juntos.
(Continuará, entre muebles desde casa.)
[La imagen que acompaña este artículo es un lúdico caballito de madera victoriano de dominio público que puede verse aquí.]
Notas al pie:
[1] Traducción de Esther Benítez Eiroa, Círculo de Lectores, Barcelona 2002.
[2] Traducción de Fernando Santos Fontenla, Alfaguara, Madrid 1987.
[3] Traducción de Fernando Santos Fontenla, Alfaguara, Madrid 1987.
[4] Traducción de Óscar Pálmez Yáñez, incluido en Felices pesadillas. Los mejores relatos de terror aparecidos en Valdemar (1987-2003), Valdemar, Madrid 2003.
[5] Traducción de María Luisa Balseiro, Siruela, Madrid 2000.