Es contagiosa

Las enfermedades infecciosas son tan contagiosas como la estupidez, perniciosa afección humana que no solo no se aísla, sino que se fomenta y se ensalza, en grupo y con mucho ruido, dos parámetros esenciales para su adecuada propagación. Ambas lacras —las enfermedades infecciosas y la estupidez— se cobran vidas pero, por suerte, para la primera suele haber remedio, más tarde o más temprano.

Jean Murdock / @jeanmurdock_

En Breve historia de casi todo, Bill Bryson recuerda que:

La historia, explica Jared Diamond, está llena de enfermedades que «causaron en tiempos terribles epidemias y luego desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado». Cita, por ejemplo, la enfermedad de los sudores inglesa, potente pero con suerte pasajera, que asoló el país de 1485 a 1552, matando a decenas de miles a su paso y desapareciendo luego completamente. La eficacia excesiva no es una buena cualidad para los organismos infecciosos.

Muchas enfermedades surgen no por lo que el organismo infeccioso te ha hecho a ti sino por lo que tu cuerpo está intentando hacerle a él. El sistema inmune, en su intento de librar al cuerpo de patógenos, destruye en ocasiones células o daña tejidos críticos, de manera que muchas veces que te encuentras mal se debe a las reacciones de tu propio sistema inmune y no a los patógenos. En realidad, ponerse enfermo es una reacción razonable a la infección. Los que están enfermos se excluyen en la cama y pasan a ser así una amenaza menor para el resto de la comunidad.[1]

Sin embargo, la estupidez arrastra a muchos enfermos lejos de la cama y de su casa. Entre otras cosas porque no tiene cura y además es infinita, como todos sabemos que dijo Einstein. Infinita y gregaria, como demuestra la sempiterna enajenación de las masas. O, en palabras de Charles MacKay: la gente piensa en tropel […], enloquece en tropel, pero solo recupera el sentido lentamente y de uno en uno.

Quizá si solo nos permitieran entrar en los supermercados de uno en uno no se agotaría el papel higiénico a la velocidad del rayo.

Hablando de higiene y de cordura, cabe citar un género de enfermedades que aúnan infección y locura: las venéreas.

En Historia de la locura en la época clásica, Michael Foucault explica que, pasado el siglo xv, las enfermedades venéreas sucedieron a la lepra como por derecho de herencia. Se las atiende en varios hospitales de leprosos. Primero se intenta aislarlas en esos hospitales ya existentes. Pero pronto son tantas que hay que construirles sitios propios, recluirlas «en ciertos lugares espaciosos de nuestra mencionada ciudad y en otros barrios, apartados de sus vecinos». Ha nacido una nueva lepra, que ocupa el lugar de la primera. Mas no sin dificultades ni conflictos, pues los leprosos mismos sienten miedo: les repugna recibir a esos recién llegados al mundo del horror.

Los leprosos repugnados por los venéreos. Eso pasa cuando el egoísmo se une a la estupidez, que es siempre, puesto que solo puede haber bondad donde hay inteligencia. Al revés no pasa. Es decir, que, como demuestra sobradamente la historia, puede haber inteligencia sin que haya bondad, pero de ningún modo puede haber bondad sin inteligencia. La estupidez solo engendra males. A este respecto, la inteligencia puede definirse en términos cipollianos —jocosos pero no por ello menos ciertos— y concluirse que la persona inteligente es la que actúa de modo que se procura un bien a sí misma y a los demás, mientras que la estúpida es la que no se procura un bien a sí misma ni a los demás.[2]

La estupidez se propaga de una forma tan exponencial como la mentira. Es más, ambas se retroalimentan. A mayor estupidez, más mentiras circulan, y cuantas más mentiras se difunden, más estupideces se cometen. Lo hemos visto estos días: gente bebiendo etanol y diagnosticándose de forma infalible tras aguantar la respiración diez segundos sin toser ni peerse, herederos directos de los que lo hacen sin respirar para no fabricar un bombo y no se lavan la cabeza cuando tienen la regla, de los que aún creen que la Tierra es plana —repartidos irónicamente por todo el globo, como dijo una mente aguda—, de los que afirman que Shakespeare no solo era también Cervantes sino que además era nada menos que catalán —¡y lo mismo da Vinci!—[3] o que los «anticuerpos españoles» pueden más que un «virus chino».

En «Informe sobre falsarios», de Mentiras contagiosas, Jorge Volpi advierte que los falsarios son una de las cepas más virulentas de su raza. Taimados, astutos, diestros para la manipulación y el disimulo, esconden su brutalidad bajo una fachada inofensiva. Pese a los esfuerzos por eliminarlos —no seremos los primeros—, han resistido ataques y vacunas, bien encerrados en sus madrigueras, bien fingiendo una vida anodina como la de sus congéneres. Su capacidad de adaptación sólo tiene equivalente en las cucarachas. ¿Cómo sobreviven? Parasitan las vidas de los otros. Allí radica su amenaza: infectan a sus huéspedes cuando nadie los observa —criaturas etéreas y noctámbulas—, se introducen en sus cerebros y de un día para otro, sin desatar síntomas de alarma, se apoderan de sus víctimas. Cuando las miserables al fin reconocen la patología —respiración entrecortada, taquicardia, cefalea, aunque hay reportes de asfixia, embolias y paros cardíacos—, ya es tarde para administrarles una cura. Algunos especialistas los comparan, no sin razón, con escorpiones. Su veneno es incurable. Y el mal que provocan, altamente contagioso. Una vez infectados, no hay otra solución sino la cuarentena o la muerte.

Paso por alto las referencias a La peste, de Camus, superventas en Europa estos días; Muerte en Venecia, de Thomas Mann, menos frecuentada pero también aludida; El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, o el Decamerón, de Boccaccio, inspirado en la peste negra y en su evasión mediante la narración de historias, maravilla de maravillas. También me salto los apocalipsis zombis; el Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, y las plagas bíblicas. Pero no por falta de respeto, muy al contrario, sino porque ya se han referido mucho.

Se ha hablado menos de un cuento fúngico de terror. Y el terror, ya se sabe, es la estela inevitable de la infección.

En Una voz en la noche, de William Hope Hodgson, un hombre se acerca de noche en un bote a una goleta en busca de alimento. Permanece en la sombra y los del barco, generosos, le dan lo que pide pese a que no se deja ver. El hombre se mantiene lejos de la goleta, preocupado de no contagiar a los que van a bordo; sufre una extraña dolencia y no desea propagarla. Solo se acercó prudentemente al barco porque su mujer y él ya no tienen nada que llevarse a la boca. El hombre refiere su historia sobre un hongo contagioso que los está cubriendo, y de paso retrata cómo se están cuidando el uno al otro, que es lo que nos queda cuando estamos enfermos:

Una vez que le hube lavado y desinfectado el dedo, ella se ocupó de hacer lo mismo en mi cara. Luego nos sentamos y estuvimos hablando seriamente de muchas cosas, porque habían empezado a acosarnos pensamientos terribles. […] A veces volvíamos a la nave para traer algunas provisiones que necesitábamos. En estas excursiones pudimos comprobar que los brotes crecían allí de forma incesante.[4] Y es que se contagiaron en un barco.

En el libro antes citado sobre la locura, Foucault habla de la posible existencia de las naves medievales de locos, no ya como meros constructos filosóficos, sino como barcos reales cuyos marinos aceptaban llevarse a bordo a los locos lejos de su tierra a petición de sus congéneres.

Chéjov murió de tuberculosis. En 1890, ya enfermo, recorrió tres mil verstas de Tiumen a Irkutsk con un frío terrible. Era marzo y los ríos se desbordaban en los campos. Lo explica Irène Némirovsky en La dramática vida de Anton Chéjov. Y añade que aquello era: «Una verdadera plaga de Egipto», escribe Chéjov. Los caminos desaparecían bajo el agua. A cada rato tenían que abandonar el coche y pasar a unas barcas, que corrían el riesgo de zozobrar. «Hay que sentarse en la orilla, durante días enteros, bajo la lluvia y el viento frío, y esperar, esperar…».

De joven, cuando Chéjov se cansaba del jardín público de Taganrog, se iba a los alrededores de la ciudad, pero estos eran tan poco amables como la ciudad misma. Existía a orillas del mar un lugar llamado «La cuarentena», en memoria de una epidemia de peste que había estallado en tiempos remotos. Entonces, los habitantes de Taganrog fueron desplazados hacia ese pueblo. En la actualidad se habían construido algunas villas. La gente adinerada poseía propiedades en la estepa o en Ucrania; era la pequeña burguesía la que debía contentarse con «La cuarentena» durante la estación cálida. «Es un bosquecillo pelado… Está situado a cuatro verstas de la ciudad, y se llega a él por un suave y buen camino. Avanzas y ves: a la izquierda, el mar azul; a la derecha, la estepa taciturna, infinita…».[5]

En 1829, cuando Humboldt por fin pudo explorar Rusia, se declaró en la estepa de Baraba una epidemia de ántrax que los alemanes llamaron la Sibirische Pest, la peste siberiana. «El ántrax suelen contraerlo los animales herbívoros […]. Después puede contagiarse a los humanos, y es una enfermedad mortal sin cura. Para llegar al macizo de Altai no había otro camino que el que atravesaba la región afectada. Humboldt tomó su decisión rápidamente. Ántrax o no ántrax, iban a continuar. «A mi edad —dijo— no debe aplazarse nada».

Tenía 59 años. Andrea Wulf narra así el paso por la estepa:

Sentados en silencio en sus pequeños coches, acalorados y apretados, con las ventanas cerradas, atravesaron un paisaje de muerte. Las «huellas de la plaga» estaban en todas partes, anotó en su diario Gustav Rose. Había hogueras encendidas a la entrada y la salida de los pueblos, en un ritual para «limpiar el aire». Vieron pequeños hospitales provisionales y animales muertos abandonados en el campo. Solo en un pequeño pueblo, habían muerto quinientos caballos.[6] Por suerte para Humboldt y su equipo (y para nosotros, afortunados herederos de su legado), el viaje se saldó sin contagios.

Todo pasa y todo llega. También esto pasará. La estupidez, por su parte, permanecerá sana y robusta hasta que la entropía nos convierta en papilla.

 

[1] Traducción de José Manuel Álvarez Flórez, edición de RBA Bolsillo, Barcelona, 2004.
[2] La incauta sería la que procura un bien a los demás procurándose un mal a sí misma, y la malvada la que, para procurarse un bien, procura un mal a los demás. «Leyes fundamentales de la estupidez humana» en Allegro ma non troppo, Carlo Cipolla, traducción de Maria Pons, Editorial Crítica, Barcelona, 1991.
[3] A este respecto léase el visionario Hombre al agua, de Gonzalo Torrente Ballester, relato que versa sobre la obsesión —en este caso— americana por sustituir a los mayores artífices de la historia por americanos sin cambiarla un ápice, solo por el gusto de que sean, eso, americanos. El final es especialmente hilarante.
[4] Relato incluido en Felices pesadillas, traducción de Esperanza Castro, edición de Valdemar, Madrid, 2003.
[5] Traducción de Susana López de Gomara. Edición de Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires, 1961.
[6] La invención de la naturaleza, Andrea Wulf, traducción de María Luisa Rodríguez Tapia, edición de Taurus, Madrid, 2016.

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