Tras un debut en forma de buenos aforismos y un estupendo primer libro de poemas, la traductora Victoria León (Sevilla, 1981) llega a La Plaza Invisible con el segundo, Flores de fuego, que, publicado en Sevilla por la Fundación José Manuel Lara, implica toda una confirmación.
Elegíaca a ultranza, su poesía es de esas que cantan lo perdido con una sonrisa nostálgica, se revuelcan a conciencia en la melancolía, pero sin que consigan que el lector olvide que, como dijo alguien, la melancolía es la alegría por estar tristes.

Juan Marqués / @jmarquesmartin
Los libros de aforismos me suelen producir una antipatía difícil de vencer, casi nunca me apetece llamar a esas pequeñas puertas a ver quién sale, pero subrayé muchos de los que publicó en 2017 la excelente traductora Victoria León (Sevilla, 1981) para inaugurar su propia obra literaria (Insomnios, Sevilla, Ediciones de La Isla de Siltolá). Por ejemplo aquel que decía que «Hacen falta muy pocas palabras para decir la verdad», o el que entendía que «Hay que vivir hacia dentro para tener algo pertinente que contar fuera» o, en fin, el que defendía que «No todos los que fuimos envejecen igual».
Por supuesto, no cito esas piezas arbitrariamente. Aparte de por su exactitud, lo hago para empezar a enfocar esta reseña hacia lo que pienso de los dos libros de poesía que León ha publicado después, y para presentar uno de sus temas recurrentes.
Ya el primer libro de poemas de la autora (Secreta luz, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2019) comenzaba con un poema titulado Rastro del fuego donde leíamos que «La poesía exige incandescencia, / vivir, o haber vivido, entre las llamas»…, y esa ardiente metáfora, de tan buena fama entre los poetas, está de nuevo no sólo en el título de su libro de hoy, sino en su primer poema (que lo explica), en uno de los primeros poemas breves («En el lento incendio / del amanecer / arden nuestros sueños») o en una oportuna alusión al incendio de la catedral de Notre Dame: «París ardió hace mucho para mí. / Las llamas implacables devoraron / para siempre la imagen de tu rostro / junto al mío esa tarde, frente al Sena. / Las llamas de la nada y del silencio / que consumieron nuestra torpe historia»…
Pero que tanto humo no nos impida descubrir el corazón del libro, o incluso acceder a él, de modo que lancemos un copioso manguerazo y dejemos sofocada ya esa línea argumentativa. Esto no ha sido un cuarto párrafo, sino un cortafuegos.
A Victoria León (quiero decir: a sus poemas) le gusta revolcarse en la tristeza, o al menos tiende a ello, impermeable siempre en sus versos a cualquier gota de humor que no sea, como mucho, una remota ironía herida, melancólica, más indulgente que rencorosa. Y es que, como decía otro de sus ya mencionados Insomnios, «la tristeza no está al alcance de cualquiera». La tristeza de buena calidad es algo que hay que merecerse, algo por lo que hay que esforzarse… E incluso, llevando las cosas al extremo, «Cuánto debemos a la infelicidad. La civilización, por ejemplo»…
en Flores de fuego es todo aún mejor y definitivamente magnífico, y persevera en los mismos temas, no muy alegres: el desamor, la decepción, la soledad, el tiempo, el envejecimiento, la pérdida de expectativas ante la vida, las oportunidades malogradas, el silencio…
Si Secreta luz sorprendía ya no por su madurez literaria sino por su sabiduría general (ventajas de no debutar muy joven…), y también por su magisterio métrico (Victoria tiene, en ese sentido, uno de los mejores oídos de nuestra generación), en Flores de fuego es todo aún mejor y definitivamente magnífico, y persevera en los mismos temas, no muy alegres: el desamor, la decepción, la soledad, el tiempo, el envejecimiento, la pérdida de expectativas ante la vida, las oportunidades malogradas, el silencio (tanto el deseado como el que pesa) o algunas desapariciones (como la de su viejo mastín, ese «gigante tranquilo» al que dedica la conmovedora elegía que reproducimos completa abajo).
Dividido en cuatro secciones que tal vez se sobre-explican en el texto de la contracubierta (Dios confunda todos los paratextos del planeta…), el libro empieza alto y aun así va in crescendo, acumulando más y más temperatura, y no lo digo porque hacia el final llegue, por sorpresa, algún poema erótico, sino porque soy un verdadero hooligan de la tercera parte, que constituiría por sí solo un cuadernito de poemas perfecto, intachable redondo (y que comienza con un poema, 2001, que es mucho más generacional de lo que probablemente ella misma imaginaría: quienes somos coetáneos de la autora sentimos que el siglo XX fue, digamos, la época de formación, el prólogo, y que lo que el cambio de siglo determinaba era ante todo nuestro lanzamiento en serio a la piscina de la vida).
«Un columpio vacío», «la luz ajena», «un laberinto de preguntas», «arrugas en el alma», las «pasiones inútiles» o, como se dice en un sublime y cernudiano final de poema, «la luz del olvido, / tan favorecedora», serían, «bajo el sol y la sed de las renuncias», imágenes que podrían funcionar como señalizadores, índices de lo que los poemas quieren expresar, nostalgias de la niñez, la juventud de los padres y los paraísos perdidos, la conciencia de lo que se va, el cosquilleo no siempre trágico de ver el tiempo pasar y vernos a nosotros irnos con él.
Elegíaca a ultranza, si en algún verso aparece un elemento feliz o esperanzador («la risa y la cerceza, / las calles soleadas, / la dicha de estar juntos», o «un cuerpo que se abre en dos para acogerte”»..) es porque se ha perdido o porque una se entrega a ello mirando de reojo a la muerte, que nunca anda muy lejos, como un juerguista más tras las botellas o como un voyeur que espía a quienes se aman. Y en estas Flores de fuego Victoria León introduce también algún haiku (Domingo eterno), alguna canción (Arena), alguna tímida rima…, otros moldes en los que probar los mismos asuntos, nuevos envases para el agua de siempre, pues «en ese mar de sed sigo bebiendo»…
«Qué niebla / de distancia»… «los recuerdos soñados».
A UN VIEJO MASTÍN
Dime cómo es posible que no existas,
tú que fuiste una eterna juventud
y aquel río de vida inagotable
que inundaba de vida mi cansancio.
Qué absurdo este vacío repentino
la primera mañana de tu ausencia.
No quiero acostumbrarme a que no estés;
a no extrañarte en todos los rincones
y a no escuchar tus delicados pasos
de gigante tranquilo en el salón.
No quiero condenarte a ser recuerdo.
Sigue velando el sueño de los libros.
Vuelve a tumbarte junto a las orquídeas.
Échate en mi regazo una vez más
como si fueras el cachorro de antes
y yo misma tan joven como entonces,
hasta que los dos seamos una sombra.
Aunque duela, no quiero que te vayas.
Guardará para siempre tus ladridos
esta casa que sólo existe en sueños
desde el instante mismo en que te fuiste.
*Ficha técnica: Victoria León, Flores de fuego, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2023