Os regalamos, porque es un auténtico regalo, una nueva Huella de nuestra bloguera y afuerista preferida, Carmen Aragón, alias Jean Murdock. Un viaje sublime desde el azul como color al estallido de sentimiento del blues. Cómo ir del locus cerúleo al cante jondo de Lorca solo nos lo puede decir – y guiar- ella. Disfrutad.
Jean Murdock / @jeanmurdock_

En Fantasmas, de Paul Auster, Azul piensa en lo extraño que es que todo tenga su color, todo lo que vemos y tocamos; que todo en el mundo tenga su color.
Eliot Weinberger, que une puntos como nadie, dice que, si te remontas lo suficiente, no hay azul[1]. Que:
Blue, black, blond, blaze en inglés, el francés blanc, e incluso yellow en inglés se derivan todas de una sola palabra protoindoeuropea: *bhel —lo que brilla, arde, destella o lo que ya se ha calcinado—. […] A la pregunta de un antropólogo, un chamán huichol identificó el Pantone 301C como el tono del azul sagrado.
Como recuerda Lulu Miller en The Eleventh Word, en el cerebro hay un rincón vinculado a nuestra respuesta al estrés y el pánico. Es el locus cerúleo, el «lugar azul».
En A Field Guide To Getting Lost, Rebecca Solnit escribe que el mundo es azul en sus extremos y en sus honduras, y que ese azul es la luz que se ha perdido.
Al leerlo pensé en la definición de poesía de Robert Frost, de sobras conocida: «Poesía es lo que se pierde en la traducción». Deduzco que el azul tiene que ser, por lo tanto, el color de la poesía.
Solnit explica que la luz situada en el extremo del espectro no recorre toda la distancia desde el sol hasta nosotros, sino que se dispersa entre las moléculas del aire y en el agua. Que el agua es incolora, y que el agua superficial toma el color de lo que haya en su fondo, pero las aguas profundas se llenan de esa luz dispersa, y cuanto más pura es el agua, más profundo es el azul. Cuenta que el cielo es azul por ese mismo motivo, pero que el azul del horizonte, el azul de la tierra que parece fundirse con el cielo, es un azul más intenso y melancólico, es el azul que se ve en los rincones más remotos, desde donde la vista alcanza kilómetros; es el azul de la distancia.
Como digo, creo que esa luz que no nos llega es lo que se pierde de la lengua original al traducir; la traducción que vemos —el poema resultante, esa distancia— es, por tanto, azul.
Escrito en el cuerpo, de Jeanette Winterson, se abre con la pregunta: ¿por qué la pérdida es la medida del amor? Puede que el azul sea a la distancia lo que la pérdida al amor, lo que la traducción al poema.
Durante la maduración del whisky en barrica, cierta cantidad del licor se evapora a través de la porosa madera. A esa cantidad, aparentemente perdida, se la llama «la parte de los ángeles», es decir, lo que se lleva el cielo de lo que hacemos en la tierra, una especie de miembro fantasma que al amante del whisky le duele como si aún lo tuviera. Al pensar que tal vez lo mejor del licor sea lo que se pierde en la maduración, el mutilado amante se queda, como cabía esperar, muy triste, muy blue.
Según The American Heritage Dictionary of Idioms, de Christine Ammer, la acepción de blue como «triste» se documenta por primera vez en Complaint of Mars («el lamento de Marte»), de Chaucer, que data de 1385.
«vivimos instalados en un pasado perpetuo»
La luz de las estrellas, ya lo sabemos, es el pasado. Cuando nos llega, quizá los astros que la emitieron ya están muertos, o siguen vivos pero muy lejos, y con toda seguridad no son los mismos. En The End of Everything (Astrophysically Speaking), Katie Mack cuenta que, de hecho, todo lo que vemos es pasado, ya que, aunque solo se trate de nanosegundos, la luz tarda un tiempo en rebotar en las cosas e introducirse por los ojos. Que la Luna está un segundo en el pasado, y el Sol está más de ocho minutos en el pasado, y las estrellas del cielo nocturno están en las entrañas de un pasado que puede variar entre unos años o milenios.
Vivimos, por tanto, instalados en un pasado perpetuo. La imposibilidad del «aquí y ahora», la instantánea del haiku, nunca estuvo tan cerca. No es de extrañar que nos entre el blues.
La radiación de fondo de microondas, o radiación del fondo cósmico, también nos llega en diferido desde el pasado más remoto, el Big Bang, hace 13,8 mil millones de años. Si miramos lo suficientemente lejos, dice Mack, podemos ver ese fogoso y distante universo encendido de radiación, cuyo resplandor nos llega ahora, tras viajar por el espacio, que lleva todo ese tiempo expandiéndose y enfriándose.
El ruido de fondo del universo, ese «primer latido», es cante jondo.
El blues se ha comparado con el cante jondo[2], y con razón: son dos gritos de la misma boca.
The Sounds of Earth, el disco de oro que acompaña a las sondas Voyager, incluye dos blues, el Melancholy Blues (al que podría llamarse, por tanto, un blues al cuadrado), de Louis Armstrong, y Dark was the Night, Cold was the Ground, de Blind Willie Johnson.
Falta en ese disco «El grito», del Poema del cante jondo de García Lorca:
La elipse de un grito,
va de monte
a monte.
Desde los olivos,
será un arco iris negro
sobre la noche azul.
¡Ay!
Como un arco de viola
el grito ha hecho vibrar
largas cuerdas del viento.
¡Ay!
(Las gentes de las cuevas
asoman sus velones.)
¡Ay!
[1] Las cataratas, traducción de Aurelio Major, Duomo ediciones, Barcelona, 2012.
[2] Y el cante jondo con el haiku, que a su vez se ha comparado con la copla española. No son comparaciones estrambóticas; todas son expresiones de lo hondo.
*Más #Huellas: Yerro, luego existo – La huella de las narices – Es contagiosa