“Era entonces uso, tal y como todavía hoy se suele hacer, que las mujeres parientes y vecinas se reuniesen en casa del muerto, y allí llorasen con las que le eran más próximas; y, por otra parte, los vecinos y otros ciudadanos se reunían ante la casa del muerto con sus próximos, y el clero asistía según la condición del difunto, y sobre las espaldas de sus compañeros, con pompa funeral de cera y cantos, era portado hasta la iglesia por él escogida antes de morir. Estas cosas, tras empezar a extenderse la ferocidad de la peste, casi cesaron del todo (…). Había bastantes que traspasaban esta vida sin testimonio”.
Giovanni Boccaccio, Decamerón

In Memoriam, Marjorie (1946-2020)
La muerte casi siempre nos sorprende desprevenidas. Aunque sea fruto de una larga enfermedad, la incredulidad de ver desaparecer a un ser amado es más fuerte que la evidencia racional de lo inevitable. La esperanza, dicen, la fe, la mínima posibilidad de que se produzca un vuelco en el último segundo, como en un mal guion que no nos quiere estropear la noche, es lo último que se pierde. En la vida real, nunca se produce, claro. Cuando algo pinta mal, casi seguro que acaba como tememos.
Los duelos son espantosos, largos, tediosos, agonizantes. Hay subconscientes que, en vez de agarrarse a ese torpe cambio de guion, empiezan el proceso mental de asumir una muerte antes de que esta se produzca. No es ponerse en lo peor, es ganar tiempo. Es hacerse a la idea de algo que sabes que va a pasar.
Obviamente, hay una circunstancia en la que no podemos hacerlo aunque quisiéramos: cuando la muerte es repentina. Un accidente, un ataque al corazón, un suicidio. Entonces, la nada. Solo un puñetazo intensísimo en el estómago que no te deja respirar durante meses. Hasta que lo superas y un día notas que puedes respirar un poco mejor. Nunca llegas a respirar igual, pero la mejoría es constante hasta quedarse como una diminuta punzada interior, eterna, doliente, pero que te permite la bendición de la alegría (la felicidad es otro tema, acaso inverosímil).
Y hay un tercer duelo. No lo sabíamos – al menos la minoría privilegiada occidental- pero un microscópico virus nos lo ha revelado de golpe, sin previo aviso: no poder acompañar al ser amado en su agonía, aunque esté boqueando por una neumonía bilateral a treinta metros de tu casa. En lo que llevamos de pandemia, casi 20.000 personas habrán muerto así solo en España. Cada día. Solos y solas. Con la compañía impagable de ese personal sanitario que se está dejando la piel cada minuto. Pero, al fin, son desconocidos. Los tuyos, no están. Posiblemente nunca habías imaginado un final así, propio de apocalipsis de otros tiempos. Pues aquí lo tenemos.
Tampoco puede haber velatorios cuando lo inevitable se consuma. Así que el micro enemigo nos roba también el rito, la liturgia, el proceso con el que iniciar el duelo para poder, algún día, sobrellevar la pérdida. Sin despedida, sin compartir el abrazo apenado, sin llorar con la tribu.
No es sorprendente, pues, la cantidad de mensajes en las redes sociales que estos días lanzan desconocidos. Como el mensaje en una botella, no les importa a quién llegue, quién lo lea. La cuestión no es el mensaje ni el receptor. La necesidad está en decirlo, en compartirlo, gritar a los cuatro vientos tu pena porque si no revientas. Estos mensajes que describen en 280 caracteres la pérdida confinada de un ser amado activan como un relámpago miles de comentarios y retuits entre personas que no se conocen de nada. No importa: entiendes el dolor, la frustración que te impulsa a compartir algo tan íntimo como la muerte con millones de desconocidos.
Así que mientras unos pocos se pelean envueltos en alguna de las banderas que nos embrutecen o miran hacia otro lado con la superioridad del privilegiado (hundiendo de paso la poca reputación que le quedaba a un bonito proyecto como el europeo), la mayoría estamos en nuestras islas, más interconectados que nunca, pero atenazados por la incertidumbre y el miedo. Desde esas islas lanzamos nuestras botellas. A la tribu, ahora ya, global.
Núria Ribas / @nuriaribasp