Pablo Messiez empieza a ser alguien a quién no puedes dejar de seguir cuando estrena un nuevo espectáculo. Alguien con algo que decir, desde la honestidad intelectual que da estar constantemente perplejo ante este mundo, esta vida. Que es la única forma de estar de verdad, dando un sentido a pasar por aquí: preguntándose. Con La voluntad de creer, en la Sala Max Aub de las Naves del Español (Matadero Madrid) hasta el 23 de octubre, vuelve a hacerlo. Vuelve a hacerte sonreír primero, carcajearte un poco más tarde, torcerte el gesto a mitad de obra, llorar casi al final y revisitar lo que tenías como certero. Grande Messiez, se mire como se mire.
Núria Ribas / @nuriaribasp

«El menor de una familia de hermanos vascos sostiene que es Jesús de Nazaret. Sus hermanas consideran que ha enloquecido por exceso de lecturas de Kierkegaard. Como en Ordet, habrá muerte y resurrección. Y, sobre todo, el deseo de jugar con la percepción del espectador de modo que la propia función sea una puesta a prueba de su fe». Así dicho, a algunos se le quitarán las ganas de pasarse por Matadero. Craso error. Todavía quedan entradas de aquí al próximo domingo. Vale la pena. ¿Por qué?
La voluntad de creer encierra en su texto (por favor, que alguien lo edite si no está editado ya) varias capas. Dependerá de cada uno de nosotros bucear en una o más de estas capas. No importa. Son interesantes desde la primera a la última. Desde la más obvia, el metateatro, la necesidad como espectadores de creer lo que se representa encima de un escenario para que la función funcione (las redundancias existen por algún motivo), hasta la más metafísica, nuestro derecho a creer. En Dios, en el ser humano, en el destino, en lo que necesitemos para seguir adelante. Y sin que eso signifique estar locos.
«La defensa de nuestro derecho a adoptar una actitud creyente en materias religiosas, sin que por ello salga condenada a coacción alguna la lógica de nuestro intelecto», escribió William James en 1897 en un ensayo titulado también La voluntad de creer. Un derecho que está representado de forma precisa en la obra de Messiez por la figura del médico. No sabemos si Carl Theodor Dreyer, director del filme La palabra (Ordet), en el que se inspira Messiez, conocía el texto de James. No importa. Las dudas que lanza el ensayo de James, a pesar de estar escrito justamente para combatir el escepticismo, son eternas.
Messiez juega con el espectador hasta el final, poniendo a prueba lo que quieres o esperas que pase
Entre estas dos capas limítrofes, multitud de lecturas, de resonancias en cada una de nuestras pequeñas vidas, determinadas por un entorno en el que hemos nacido, por un azar (o destino, o suerte, o mala suerte), por una genética, por todo. El libre albedrío en el que, parafraseando a Singer, no nos queda más remedio que creer, parece para Messiez limitado, cercado, reducido a esa voluntad de creer. La voluntad es lo único seguro, entonces, que tenemos.
Messiez juega con el espectador hasta el final, poniendo a prueba lo que quieres o esperas que pase. Y cuando eso no pasa, te revuelves en el asiento pensando cómo es posible que te hayas dejado colocar en ese punto, seguro de lo que va a pasar, cuando sabes que somos seres a la deriva. Cuando suena la última palabra de la función, aturdidos, durante unos segundos dudamos si eso sigue siendo real. Y sentimos que lo real y lo imaginario siguen mezclados en el ambiente. No sabemos si creer que el espectáculo ha acabado, a pesar de que los intérpretes parece que sí, que están saludando al público.
Unos intérpretes que son un lujo, sus cuerpos y sus voces son los caminos por donde transita la historia con luminoso resultado. Extraordinario trabajo el de todos ellos. Contenidos, rallando el histrionismo en algunos casos sin cruzar nunca esa fina línea que determina la credibilidad (otra vez creer) sobre las tablas.
Marina Fantini, Carlota Gaviño, Rebeca Hernando, José Juan Rodríguez, Íñigo Rodríguez-Claro y Mikele Urroz despliegan un saber estar, una frescura, una verdad imprescindible para que el texto de Messiez funcione. Entran y salen por el universo que crea el metateatro de La voluntad de creer fluidamente, reventando la cuarta pared por supuesto, pero yendo un poco más allá: más allá de culturas, más allá de universos (ciudad-rural), más allá de ansias por escapar de una realidad pequeñita, que nos ahoga de un modo u otro. Geográficamente, intelectualmente, socialmente…muchas cárceles a nuestro alrededor que acaso solo tienen una escapatoria: creer.

El espacio escénico imaginado por el escenógrafo Max Glaenzel (deslumbrante su trayectoria en el Lliure o la Beckett de Barcelona y en el CDN en Madrid y habitual de esos autores convencidos de que no se acaba de escribir un texto hasta que no lo subes a escena – Belbel, Subirós, Rigola, Albertí y ahora Messiez-) consigue ese menos es más que tantas alegrías ha dado en el teatro contemporáneo. Da justo los puntos de apoyo necesarios para que el espectador tenga que esforzarse, centrar su atención, imaginar el resto, creer en lo que le están contando desde lo esbozado.
La música que acompaña la liturgia también es importante, como en todo buen montaje escénico, también los religiosos. Regalito el Vidala del último día, de Raúl Galán y Rolando Valladares, en versión de Sílvia Pérez Cruz, recién premio Nacional de Músicas Actuales 2022.
La coproducción corre a cargo del Teatro Español y Buxman Producciones. Lo remarcamos porque ya es hora de reivindicar también a las productoras, públicas y privadas, que se la juegan y apuestan por la cultura en mayúsculas.
Vayan a la Sala Max Aub. Y Disfruten.
*Bonus: La voluntad de creer podrá verse en Barcelona, en la Sala Fabià Puigserver del Teatre Lliure, del 28 de diciembre al 15 de enero. ¡¡Atentos!!
*Más Está pasando: Las horas grises. Este tiempo arrinconado – Arcadi Oliveres, una vida extraordinaria hecha dibujo – Pensamiento único –