Olalla Castro (Granada, 1979) vino a Madrid para recoger su premio de la Asociación de Librerías de Madrid por su libro Todas las veces que el mundo se acabó, pero antes de pasar por los aplausos tuvo la amabilidad de encontrar un hueco para asomarse a La Plaza Invisible.
El libro que la trae a nuestro espacio es, sin embargo, el muy especial Las escritas. Publicado por Berenice en Córdoba, obtuvo el Premio de Poesía Vicente Núñez y ha conocido ya una primera reimpresión.

Juan Marqués / @jmarquesmartin
En La Plaza Invisible somos muy lectores de Olalla Castro, y cada vez va a ser más difícil no serlo, dado lo pujante de su poesía, lo imponente de su voz, la fuerza de sus proyectos.
La conocimos hace diez años, en 2013, con La vida en los ramajes (donde ya había, por ejemplo, un retrato de Rosa Park), y un lustro después llegó Bajo la luz, el cepo, en cuya tercera sección recreaba la historia de las mujeres recluidas en el hospital de La Salpêtrière, las histéricas con las que experimentó violentamente el doctor Charcot.
En libros sucesivos, siempre premiados, leímos Inventar el hueso, en 2019, donde se insistía en una primera persona femenina en plural («Nosotras, / estirando este rencor tan blanco, / dejando / que todo el sol del mundo lo atraviese»…), y en septiembre de 2022 aparecieron simultáneamente sus dos últimos libros: Todas las veces que el mundo se acabó (donde alguien comprende que «la lengua / es tan sólo un lugar donde esconder las cosas» o se afirma que «el lenguaje es el borde de algo / que siempre queda fuera, debajo, atrás») y Las escritas.
Abruma lo bien escritos que están estos monólogos poéticos, y la delicadeza alucinante de algunos hallazgos
Se trata, este último, de un libro mucho más complejo de lo que parece. Formado por monólogos de cuarenta y cinco mujeres, ficticias o reales, de la mitología o de la literatura, de la Antigüedad o del siglo pasado, de Oriente o de Europa, su objetivo es transparente, y así está declarado en los textos de las contracubiertas: dar la voz a mujeres que siempre han sido escritas o contadas o interpretadas por otros. Lo dice la homérica Penélope en el primer poema: «Todos han contado [mi espera] menos yo».
Alguien podría pensar que, en estos poemas (porque son poemas en prosa, no cuentos, ni semblanzas, ni retratos, ni columnas…), Olalla Castro está haciendo lo mismo, pues es con su mirada y su palabra y su ideología con la que escribe a esas ilustres mujeres (y a veces da voz a algunas que de hecho sí la tuvieron, y que todavía nos hablan si nos acercamos a cualquier biblioteca o librería), pero es algo que se deshace en cuanto se lee el libro y se comprueba con qué admiración, que conocimiento y qué cariño se aborda a cada una de las convocadas.
Incluso cuando se trata de mujeres que, al margen de sus exilios (Zambrano), sus traumas (Tsvetáieva, Duras), sus enfermedades (Pizarnik) o sus depresiones (Woolf, Plath), fueron tan libres como éstas o como Colette, Clarice Lispector o Lucia Berlin, tan rebeldes como sor Juana Inés de la Cruz, tan introvertidas como Emily Dickinson o Mary Shelley, tan exitosas como Patricia Highsmith…, la foto tan íntima y tan bien iluminada que les hace Castro es pertinente, significativa y reivindicativa, un texto que es una aportación real a la bibliografía sobre cada autora.
Quizá por mi tozudo apego a la realidad, la segunda parte me despierta más interés que la primera, donde tal vez hay más belleza y más evocación, incluso más fuerza literaria, pero menos potencia informativa. A mí lo que me importa es lo que se dice de sor Juana («Yo digo mi Señor para quedarme a solas»), Jane Austen («Escribo para que caigan los monóculos. Escribo para que las puertas crujan»), Marina Tsvetáieva («La poesía no nos salva del ruido, pero sí pone más ruido sobre el ruido para que no se entienda») o Emily Dickinson en el poema que, completo, reproducimos abajo.
Los poemas de olalla castro no son desgloses de la obra de ‘las escritas’. castro no se agarra a ellas sino que las toma de la mano
Los poemas de Olalla Castro no son desgloses de la obra de las aludidas, no son desarrollos, no son resúmenes, no son síntesis, no son reducciones, no son antologías. Son textos paralelos, nacidos al calor del magisterio de la homenajeada. Castro no se agarra a ellas sino que las toma de la mano.
Abruma lo bien escritos que están estos monólogos poéticos, y la delicadeza alucinante de algunos hallazgos. Se estudia, en una subtrama secreta de Las escritas, los modos como las mujeres (y, en particular, las escritoras) han conseguido sobreponerse a sus situaciones, generalmente de sometimiento o silenciamiento, y las estrategias que, instintivamente o con organización, solitarias o colectivas, se han llevado a cabo para poder avanzar, para poder ser, para poder vivir.
Está bien que un talento como el de Olalla Castro se ponga al servicio de talentos anteriores, talentos ancestrales, talentos mitológicos, talentos generalmente solitarios que, sin embargo, hablaron en nombre de muchas.
EMILY DICKINSON
Cuando paso los dedos por los pétalos miro de otra manera, igual que veo distinto cuando escribo y bordeo las cosas con la lengua. En mi cuaderno, anoto los detalles de cada planta con la precisión que exige la botánica. Me visto de abeja o mariposa: intento que mis yemas se posen tan suaves que la flor no sepa qué insecto la ronda. Que remuevan el polen y de ellas dependan la semilla y el fruto.
Me lleno los ojos de lirios tigre y de violetas antes de regresar al dormitorio. De nada serviría arrancar los tallos hasta formar un ramo, llevarlos conmigo, fingir que cabe el campo en una habitación. Escribir consiste en invocar lo que no está, en conjurar el fantasma de aquello que se ama. El centro del poema es siempre un hueco: lo ausente levantándose para decir su falta.
Vengo de una familia donde los hombres juntan las manos antes de comer y dan las gracias a Dios susurrando palabras. Vengo de una familia donde los hombres extienden las manos antes de dormir y dan la espalda a Dios susurrando palabras. Qué fácil limpiar el pecado como quien restriega jabón sobre la mancha, como quien enjuaga con agua la espuma de la culpa. Papá compraba libros que me pedía después que no cogiera. “Las señoritas no leen esta clase de cosas”, decía. Nunca entendí por qué necesitaba mostrarme primero lo que me iba a esconder, poner algo a mi alcance y después alejarlo.
También hay un prado en el centro de los nombres. También escribir es ser insecto: volar alrededor de las flores, esparcir sus semillas por la tierra. Hay quien no entiende que me guste vestirme de blanco, que me sienta más libre cuanto más dentro (del pecho, del cuarto, del libro). Quisiera ser el retrato que se lleva en el interior del guardapelo. Que bastase una mano para quedarme a oscuras.
*Ficha técnica: Olalla Castro, Las escritas, Córdoba, Berenice, 2022