La Plaza Invisible queda hoy franqueada para recibir a la poeta alicantina Olivia Martínez Giménez de León, que nos trae su segundo libro, publicado en Barcelona por Candaya: Los años del hambre.
Testimonio de unos hitos biográficos negativos y de una apasionada huida hacia delante, y hacia arriba, y sobre todo hacia dentro, Los años del hambre resultó ser, al cabo, uno de los mejores libros españoles de poesía de 2022.

Juan Marqués / @jmarquesmartin
De una forma mucho más velada y pudorosa (o al menos reservada) de lo que podría parecer por la brutalidad confidencial de algunos de sus versos, en Los años del hambre Olivia Martínez Giménez de León (Alicante, 1980) nos da cuenta de una intimidad herida, y lo hace con muchos recursos formales y con una impactante altura literaria.
«Hay algo terrible en mí / y que sin embargo me alimenta», se leía en 2016 en los últimos versos de El animal y la urbe, primer libro de la autora, que era un poemario estupendo y también más transparente, algo más risueño, más fácil, menos complejo, más de tantear y menos de decir…, pero que contenía y anunciaba ese «algo terrible» que ahora, a su modo, se va destapando.
Lo que nos recibe en Los años del hambre es una primera parte formada por 275 frases numeradas que, con laconismo pero con ferocidad, en un presente muy eficaz a la hora de «actualizar» el peligro (o de insinuar que sigue vivo), van creando un clima desasosegante, remontándose a una infancia traumatizada por al menos dos sucesos, un episodio de abusos sufridos en la primera infancia y esos «desarreglos alimenticios» de los que, con menos eufemismos, habla el título.
Digo frases porque casi no son versos, no son monósticos: son sintagmas que van centrando la atención o enfocando el asunto («Los chicos», «Los azúcares»…), a veces simples datos («Tenías ocho años», «Tú no crees en Dios», «La anorexia se trata en psiquiatría», «Alguien te mira»…), algo parecido a aforismos («El ansia es de color gris», «El sexo es un pozo», «Todos los espejos dicen no»…), temores («Estás loca», «No estás loca»…), dudas («Quizá te lo hayas inventado»…), anhelos («Un cuerpo para follar y otro para sentir»), intervenciones directas de otros («Lo que tienes que hacer es», «Toma estas pastillas»…) o confidencias («Siempre que te corres, lloras»…) que, en su extrema desnudez, van reconstruyendo una historia ambigua, afilada y finalmente traumática en la que la violencia se descubre antes que el deseo, o a la vez, alterándolo de forma fatal.
como ocurre tantas veces en literatura, con todo lo muchísimo que se dice, lo que importa y lo que cuenta es lo que no se dice
Pero todo eso es sólo en la primera parte, la articulada en 275 pasos, en 275 ráfagas de sentido que acaban levantando algo que, sin dejar de ser estrictamente poesía, y desde luego de tener fuerza y naturaleza líricas, se parece a una narración, a una primera «confesión». Hay otras cuatro secciones.
La segunda está formada por cinco poemas en prosa escritos en primera persona (el primero es el que, imponente, reproducimos completo abajo). La tercera contiene quince poemas breves con títulos de animales (como Ciervo: «Soñé que mataba a un ciervo en la nevada, / y que cortaba su carne, / y que vaciaba sus vísceras calientes, / y que dormía en su esqueleto. // Soñé la mirada del ciervo que iba a matar más tarde / y me sentí en paz siendo la bestia»).
En la cuarta se vuelve al poema en prosa, pero ahora en segunda persona y llegando aún mucho más lejos en la exposición de lo privado, lo corporal, lo comprometido, lo físico y lo fisiológico y a veces incluso lo escatológico… («Todos acudimos al calor, tú también, hasta cuando te abrasa»…).
Y en la quinta, de salida, leemos otros diez poemas muy breves, muy delgados y delicados (como el precioso Olvido: «Qué brizna / de qué altura / con qué fin. // El cielo ya está claro / y las palabras viran al olvido»), aunque en la última página del libro se vuelve a los malos recuerdos y a las palabras duras, recordando para rematar que «Mis cicatrices / guardan / el secreto».
Me gusta que sea ésa la última palabra porque el sentimiento principal que deja en el lector Los años del hambre es ése, el de un llamativo secreto, el de un misterio contra el que las indiscreciones y la aparente falta de recato no atentan, al contrario: cuantas más palabras, más protección; cuanta más crudeza, más corazas.
este libro es, ante todo, un ejercicio literario sofisticado
Y con todo lo mucho que Martínez Giménez de León nos ha revelado, con todo ese placer y ese dolor en los que se nos ha permitido participar, lo que uno llega a percibir es que ésta es una conspiración que se fortalece con la claridad, con la exhibición.
Como ocurre tantas veces en la literatura, con todo lo muchísimo que se dice, lo que importa y lo que cuenta es lo que no. Los años del hambre no es un striptease sentimental ni una terapia: es una aventura a ratos angustiada en busca de la propia identidad, la cual no puede entenderse sin algunos acontecimientos biográficos negativos.
Éste no es un libro curativo, o lo es sólo en lo (mucho) que pueda tener de liberador. Pero es ante todo un ejercicio literario sofisticado, en el que la autora se entrega al texto de una forma generosa, pero sólo tras gestar e interponer a una narradora con muchas aristas, con una ironía extraña, con una relación muy particular con su propia memoria, que sabe mejor qué es lo que le ha pasado que lo que quiere hacer con ello, que escapa de la violencia hacia adelante, que cura la enfermedad fiando demasiado al corazón. «Cuando el río pasa por mi cuerpo, yo soy el río». Los espejos, a veces, saben decir que sí.
Mi último poema de amor lo escribí hace casi un año. Hablaba de un hombre que era una montaña. Quise estudiar geología y botánica para entenderlo. Cuando lo conocí, pensé que era un amor submarino pues soñé con sirenas y algas. Pero después la terrosidad se impuso y lo celebré. Desde cuando los veo, aúllo por dentro y corro y caigo, corro y aúllo).
El enero pasado escribí al hombre montaña y dejé que entrase luz en el cuerpo rocoso que hay en mis costillas (lo siento si no se me entiende; soy un valle rocoso y a oscuras, que otro día describiré). Recorrimos juntos centenares de kilómetros, pero perdimos las palabras y el valle se volvió a cerrar. Y yo, valle, quedé otra vez en esa oscuridad que tiende al rojo, porque es el centro de la tierra y arde.
*Ficha técnica: Olivia Martínez Giménez de León, Los años del hambre, Barcelona, Candaya, 2022