Dentro de muy pocas semanas Hasier Larretxea (Arraioz, Navarra, 1982) publicará en la editorial Candaya un nuevo libro de poemas en castellano, Hijos del peligro, pero nosotros, deliberadamente inactuales en algunas ocasiones (en La Plaza Invisible se reseñan libros buenos que no lleven más de año y medio en circulación), lo hemos convocado para hablarle del que sigue siendo su último título, Otro cielo (Espasa).
La poesía sensible y comunicativa de Larretxea va adoptando libro a libro diversas formas, a veces muy distintas entre sí, pero en Otro cielo es cada una de sus cinco secciones la que presenta una disposición textual diferente, enfoques muy dispares con los que se quiere expresar un sentimiento unitario (tan unitario que, de hecho, se quiere generacional).

Juan Marqués / @jmarquesmartin
Hasier Larretxea es un poeta con una enorme vocación para la felicidad, y el rastrear, detectar y grabar sobre el papel momentos de plenitud ha sido en algún libro toda una seña de identidad.
Así, en su penúltimo libro en castellano, Quién diría, qué (Pre-Textos, 2019), había al menos dos poemas (los que, sin título, comenzaban en las páginas 16 y 29) en los que muy explícitamente se trataba de recoger y retener esos instantes especialmente iluminados por cualquier tipo de alegría que el poeta quiere escribir para hacerlos eternos, para que sean siempre presente, para que se actualicen en cada lectura.
La inflación o la intensidad de esas experiencias (conciertos, viajes, amistades…) llegaban a listarse de un modo casi prosaico, de tan anafórico, pero a Larretxea no le importaba, pues conseguía que anécdotas muy personales (como un regreso al Primavera Sound, o los juegos con el niño Oliver o un cuadro comprado en la Feria del Diseño de Matadero, tan cerca de nuestra plaza) se hicieran muy reconocibles, totalmente compartibles: ¿quién no ha aullado alguna vez una canción por la ventanilla de un coche?, ¿quién no ha hecho alguna vez un regalo a alguien que después se fue con los últimos quince euros (o las últimas dos mil pesetas) que le quedaban? Leyendo esos versos todos podemos ensayar nuestros propios me acuerdo, y donde él dice Lisboa, o Javier Álvarez o «la carcajada de Izaskun», otras diremos otra ciudad, otro cantante o la carcajada de Izaskun, pero será lo mismo, será eso.
la mirada atrás hacia la infancia adquiere un color mucho más sombrío
Por todo ello sobresalta un poco que Otro cielo (Espasa, 2022) comience con una primera sección en que la mirada atrás hacia la infancia adquiere un color mucho más sombrío, arrojando un tono gris sobre el abrumador verde del valle del Baztán donde creció. Los ladridos de un perro a pocos centímetros, las rodillas magulladas o la ropa llena de barro y musgo se convierten en metáforas de otras amenazas u otras manchas que perduran en el hombre que escribe cuando piensa en el niño que fue o, mejor, en los niños que fueron él y sus compañeros.
«La infancia es esa patria del descubrimiento en la que enarbolamos la bandera de la inocencia», afirma Larretxea para rematar de forma hermosa el quinto poema, pero aquí leemos más bien cierta amargura, no esa sagrada inocencia sino el crucial momento de transición en el que empieza a perderse a causa de decepciones externas, de castigos injustos o represiones inexplicables, del contacto con la degradación de las cosas o de la constatación del envejecimiento de todo lo que nos rodea y, con ello, del paso del tiempo: «Llegará el día / en el que no seremos / nada más que / el reflejo / del sonido invertido, / el hilo de voz / que nadie / llegará a escuchar».
Al igual que ocurre en las páginas más sublimes de la en general sublime Obabakoak, de Bernardo Atxaga, es pensar en una de esas fotos de toda la clase del colegio lo que en un poema lleva al poeta a cierta nostalgia, a cierta tristeza o incluso a esa paradójica incredulidad con la que nos enfrentamos a cosas que creíamos tener asumidas. El dolor físico que todos sentimos con el crecimiento de nuestros huesos, con ese estiramiento obligatorio impuesto por nuestra naturaleza, es símbolo de todo aquello que es tan indeseado como inevitable, y que al cabo, claro, tiene que ver con la muerte, no sólo con la individual o no sólo la humana, sino también con la muerte del territorio, «este Dios / que se desangra», y con la emigración, con las raíces que se arrancan (y no en vano la literatura de Hasier Larretxea, al hilo de Niebla fronteriza, aparece comentada en La España vacía de Sergio del Molino: «Hay algo en mi generación que llama a los orígenes, que invoca las viejas mitologías y que aspira a recrearlas o a jugar con ellas desde la contemporaneidad»).
‘otro cielo’ toca varias formas de vértigo, a menudo expresadas en forma de preguntas sin respuesta
Otro cielo (título que alude a la niñez, pero también, según se revela en el último verso, a la nueva vida, al puro presente, al sentirse ya salvado o redimido) toca, pues, varias formas de vértigo, a menudo expresadas en forma de preguntas sin respuesta que, de nuevo, aluden ya a lo privado (pero lo privado-colectivo) – «¿Cuál es / ese sonido / que nos conecta / con la infancia?»– ya a lo telúrico – «¿Hacia / dónde se / dirige la luz? // ¿Cuál es / su dirección / bajo al agua? // ¿Qué busca / su destello?»–.
«En cada gesto / anida una pérdida», leemos en uno de los breves poemas que forman la quinta y última sección, antes de llegar a ese poema epilogal en prosa que, expresivamente titulado Este cielo, se escribe ya desde la protección, desde la mirada adulta, haciendo balance no sólo de todo lo vivido sino, más secretamente, del propio libro que acabamos de leer. «Crecimos creyendo que no había vida más allá de lo que delimitaba el hayedo. No conseguíamos imaginar lo que nos depararía la vida al otro lado de la cordillera, al final del cauce del río al que arrojábamos las botellas de vino vacías».
Y ese uso de la primera persona del plural, ese «nosotros» que lanza botellas de vino vacías al río de Manrique y al que se recurre desde el principio, demuestra que en este caso no estamos ante un libro que quiera dar cuenta de una experiencia estrictamente íntima, singular, de sólo uno, de alguien especialmente inadaptado o que se siente especialmente extraño… (como sí ocurría, por ejemplo, en el mencionado Niebla fronteriza), sino que retrata una agridulce vivencia común, grupal, generacional…, vivida o resuelta, eso sí, de formas diferentes, pero con un idéntico punto de partida: «En lugar de tragar escorpiones aprendimos a escupir mariposas».
Fuimos recolectando
piedra a piedra
una herencia
de ruina
para construir
la ventana
de la palabra
y de la contemplación.
Fuimos recogiendo
manojo a manojo
la fragancia
de los ramos
que nos servían
como ofrendas
que fuimos
desperdigando
como restos
de una estancia.
Fuimos apilando
los recortes
de prensa
que pegábamos
en las paredes
caídas
por la desolación
como los signos
que nos aferraban
a un lugar
en descomposición.
Fuimos coleccionando
los restos
de un tiempo
que se desvaneció
sin despedirse
de la tragedia
que vació
las cocinas
que abandonó
los senderos
que silenció
las plazas.
Nuestras manos
no fueron suficientes
para cerrar
los surcos
de las heridas
de una tierra
para acariciar
el abandono
de los cajones vacíos
a la luz de la intemperie.
Ficha Técnica: Hasier Larretxea, Otro Cielo, Madrid, Espasa, 2022
*Más La Plaza Invisible: Entrevista con Marta Sanz – Se rompe una rama, de Manuel Mata – Herederas, de María Sánchez-Saorín – Entrevista con Bernardo Atxaga –