Un altar caliente supone un doble debut: es el primer libro de Laura Montes Romera (Granada, 1996) y, por otro lado, es el primer número de la colección Mundana, dirigida por Rosa Berbel y Erika Martínez para la editorial Cuadernos del Vigía.
Nos encanta traer buenas óperas primas hasta La Plaza Invisible, y los veintiocho poemas incluidos en la de Montes suponen una irrupción editorial especialmente madura, especialmente acertada, especialmente consciente.

Juan Marqués / @jmarquesmartin
«El espacio no puede conquistarse» dice el primer verso del que va a ser el primer libro de Laura Montes Romera (Granada, 1996), pero sucede que después, en un volumen tan diminuto que tiene casi algo de plaquette, encontramos una plaza y balcones, puentes, caminos, tienda, casas, árboles, cementerio, paredes, esquinas, huecos, orilla, sala, hojas, tejas, nido, río, desfiladero, hogar, habitación, rincones, pozo, pasadizo, el horizonte, la dirección de mis ojos, espejo, estructura, tierra, borde, aire, cielo, arena, mar, manantial, océano. Infinito.
No podrá conquistarse, pero desde luego hay un anhelo y una búsqueda, tal vez por haber una carencia. Se escribe siempre desde la insatisfacción, dicen algunos, y que eso es así incluso cuando no lo parece y se supone que se desea o se necesita expresar una plenitud, una felicidad incontenible. Y me parece que eso de escribir desde la falta sería el caso de Un altar caliente, un primer libro que, desde su eufónico título, va a la busca de una trascendencia, persiguiendo no se sabe qué belleza que tal vez pueda saciar no se sabe qué sed.
Hay bastante gente mirando hacia arriba en este libro, en plan elevación, ensayando una ascensión, aunque es verdad que también hay varias precipitaciones, caídas, hundimientos. En ese sentido tal vez es un libro que recuerda a mucha poesía hispanoamericana, algo que se percibe de una forma muy nítida incluso antes de leer en la solapa que la autora ha investigado a conciencia la poesía boliviana y que ha recibido e impartido clases sobre la literatura «del otro costado» de nuestro idioma en la universidad de su ciudad.
hay una curiosa mezcla de crueldad y de ternura, cólera que tuviera un punto dulce
El libro está dividido en dos secciones equilibradas, Casas para pájaros (doce poemas) y Un altar caliente (dieciséis), y en las dos encontramos además un tono muy parecido y unos temas o palabras-talismán que son casi estribillos o, mejor, ecos que van rebotando por las páginas.
Hay una curiosa mezcla de crueldad y de ternura, cólera que tuviera un punto dulce («Todas las flores cobijan / una rabia»), y se alude sin insistir, con sutileza, a lo corporal (pero ése es, a su vez, un estribillo un tanto abusivo ya de la poesía más reciente, que Montes ha sabido moderar). Hay como una desazón que no acaba de desarrollarse, que apenas se insinúa pero que desde luego se insinúa y, si se me admite la paradoja, se insinúa con enorme potencia. Y lo que es tradicionalmente el símbolo benéfico por excelencia, aquí muestra, como quien no quiere la cosa, su lado amenazante o perjudicial: «No me digas que nunca / lo has probado: / mirar mucho / mucho tiempo / la luz».
Hay muchas deudas explícitas con la infancia (un puente que da miedo, «te toca meterte / en la pompa más grande / que le sale al mago», o mis dos imágenes favoritas del libro, tremendas ambas: «Entre tú y yo / hay una cuerda», y, sobre todo, «Basta un chapuzón / para que el mar se rompa»), y hay alguna imagen surrealista. No lo digo porque Montes sea granadina, no soy tan simplón, pero ¿no resuena en ese comienzo del poema de la página 18, «La polilla voló hasta la boca / de billetes»…, un eco transparente del Poeta en Nueva York: «A veces las monedas en enjambres furiosos / taladran y devoran abandonados niños», o incluso el sublime «Debajo de las multiplicaciones / hay una gota de sangre de pato»?…
¿Y cuál o qué es ese altar del que habla el misterioso e inspirado título? A mí un «altar caliente» me sugiere sacrificio (y el dibujo de la cubierta parece reforzar esa lectura), es decir, algo que se ofrece y que se entrega y que, por tanto, se pierde para siempre, pero en aras (nunca mejor dicho) de alguna bendición mayor, a cambio de un beneficio, sí, trascendental, superior, tal vez definitivo. «Un altar caliente» suena a promesa, y Un altar caliente tal vez sea el intento por merecerla.
Creo que, en ese sentido, el último secreto del libro es el amor, entendido de una forma amplia en la que los afectos y la complicidad y lo sexual son un poco como esos pájaros que echan a volar en un poema, cuya autora, con lógica poética, ve o siente que están naciendo de la madera. Todo se junta sin confundirse, o, mejor, todo es vivido y dicho de una forma heterodoxa, distinta, original. Lo que se ve no es lo que hay, y viceversa. No conviene equiparar lo material a lo real, pues la verdad tiene más caras, más matices, más posibilidades.
De modo que el primer verso del libro, que es también la primera frase de esta reseña, era al cabo como un curioso epifonema que, en vez de ir al final, rematando, va al principio, advirtiendo.
Una familia de ovejas se precipita
en el desfiladero
La tierra se las traga y luce
su pelaje
como hierba recién nacida.
Así voy cayendo entre parientes:
con rabia
empezando a ser otra cosa.
*Ficha técnica: Laura Montes Romera, Un altar caliente, Granada, Cuadernos del Vigía, 2023